
Joan Salvador Abrines
Se cierra, en este mes, la conmemoración de los 450 años del tránsito de sor Catalina Thomàs (Lunes Santo de 1574). Desde la Biblioteca Diocesana, aprovechando el Día del Libro de este año, no quisiéramos dejar pasar la oportunidad de unirnos, aunque sea in extremis y modestamente, a los actos que se han dedicado a la única santa declarada de la isla. Y lo hacemos dando a conocer al público otra de las joyas bibliográficas que se han conservado, algo maltrechas, en la venerable e histórica biblioteca del seminario de La Sapiència y que en la actualidad está recibiendo nuevos cuidados y una catalogación más detallada. Se trata de la última edición incunable de la Suma de san Antonino de Florencia (1389-1459), el tratado teológico moral más influyente de la segunda mitad del siglo XV y la primera del XVI. La imprimió Johann Cleyn Schwab en Lyón entre 1500 y 1506 en cuatro volúmenes en folio menor que aquí se conservan encuadernados en pergamino.
Qué tienen que ver estos volúmenes, se preguntarán, con santa Catalina Thomàs. Pues, nada menos que su propietario: Mn. Joan Salvador Abrines (1534?-1594). «Est ―dice su exlibris en la guarda del primer tomo―, admodu[m] R[everen]di D[omi]ni Jo[hann]is Abrines P[resbite]ri et Canonici Almae sedis Maj[oricensis] 1575». Si detrás de todo gran hombre ―se dice habitualmente― hay una gran mujer, detrás de toda santa suele haber también un gran confesor; que se lo digan a santa Teresa por aquellos mismos años.
Don Joan Salvador Abrines fue el confesor y director espiritual de nuestra Catalina, después de haberse formado a los pies de otro gigante en santidad, el obispo agustino Tomás de Villanueva, de cuyas manos recibió las órdenes, ejerciendo como capellán suyo hasta que volvió a la isla (1555). No es de extrañar, por eso, que a su vuelta se dedicara a impartir clases de Escritura, siendo esos los vientos que soplaban en la reformada orden agustiniana, ni que sor Catalina, recién profesa en las canonesas de san Agustín, le eligiera como confesor.
Tampoco es de extrañar que estos volúmenes lleven, sobre el lomo, las marcas de su paso por la antigua biblioteca de los jesuitas de Montesión: don Juan fue uno de los prohombres de la ciudad que favorecieron la venida de los hijos de san Ignacio, así que quién mejor que ellos para conservar sus libros. Estos los adquirió, como se ve, el año posterior al de la muerte de la santa. Y, aunque no se puede decir, por eso, que le sirvieran en la guía de su dirigida, esta era, desde luego, la teología que estaba detrás de su praxis (si se hizo con la Suma antoniniana es que manejaba ya el Confesional del obispo florentino), y los manejó sin duda cuando redactó la hagiografía de sor Catalina que luego publicaría ―retocándola hasta no sabemos qué punto― Bartomeu Valperga en 1617. Sacerdote de consejo siempre inspirado (también al servicio de la Inquisición) y predicador exitoso entre los mahometanos, marchó de esta vida como vino, sin hacer ruido: nada sabemos de su lugar de nacimiento, a pesar de habérselo rifado distintos pueblos de la isla cuando la santidad cotizaba al alza, ni dónde está enterrado en la Catedral, a pesar de lo mucho que se lo buscó. Todo lo que podemos decir es que, entre uno y otro momento, vivió, como decía el Apóstol, escondido con Cristo en Dios.
¡Feliz Pascua y feliz Día del Libro!
Dr. José Manuel Díaz Martín, técnico bibliógrafo